Empieza a darse un debate sobre el tema de la educación en México bajo la pandemia y las opciones posibles: mantener el cierre de las escuelas públicas y privadas hasta que se dé un ficticio semáforo verde —todo el mundo sabe que los semáforos son una broma más del gobierno en turno—, o abrir selectivamente, ya sea en función del grado de contagio en la colonia, la ciudad o el estado, de las condiciones de ventilación y sana distancia de las escuelas, y de la posibilidad de los niños, en educación básica, de portar tapabocas, etc.
Ilustración: Guillermo Préstegui
La propuesta de la Asociación de Escuelas Privadas de abrir el primero de marzo era un poco desbocada y prematura, pero obligó a un principio de debate en el que ambas partes tienen razón. Las escuelas privadas dicen, con motivos, que poseen los recursos para asegurar condiciones de seguridad sanitaria para los niños y los maestros; el gobierno aduce que no se debe establecer una división adicional entre las escuelas públicas y privadas, contribuyendo así a agravar la desigualdad en el país.
En este debate, va una muy modesta y obviamente ilusa propuesta. Desde por lo menos 2004, he insistido en que la reforma educativa más importante que puede darse en México es la de extender las escuelas de tiempo completo de la primaria a todo el país. Pasar de cuatro horas y media en la primaria en las escuelas de gobierno del país a seis u ocho horas, lo que ha sido en mi opinión desde entonces, podría ser el factor más importante para cambiar la calidad de la educación en México. El programa empezó bajo la presidencia de Zedillo en el Distrito Federal, en la Subsecretaría de Educación Básica del D. F. a cargo de Benjamín González Roaro. Con Fox prácticamente no se avanzó; con Calderón un poco, pero con Peña se incrementó enormemente con escuelas de jornada prolongada o completa, hasta 26,000 escuelas en el país. El incremento fue mucho menor de lo prometido y de lo necesario, pero por lo menos tuvo lugar.
Hoy se presenta una ocasión magnífica para desarrollar masivamente este proyecto. Por una razón sencilla: suponiendo que las escuelas vuelvan a clases presenciales en agosto, los niños habrán perdido un año y medio de educación. En las escuelas privadas ricas, tal vez no; en todas las demás, sin la menor duda. La educación a distancia por televisión no sirvió absolutamente nada de nada, aunque haya sido la única alternativa. ¿Qué mejor manera de recuperar el aprendizaje perdido, la integración social perdida, que con escuelas para los niños de 6 a 12 años que pasen de por lo menos cuatro horas y media a por lo menos seis horas al día y de ser posible hasta ocho?
Las virtudes de la jornada completa sin pandemia y sin cierre educativo siempre han sido evidentes. Sólo países y gobiernos necios como México se han negado a hacerlo. Todos los países con índices educativos de PISA elevados tienen jornadas prolongadas o completas. México no ha querido. Punto. Las razones son infinitas, como siempre: el sindicato no quiere, no tenemos dinero, no existen los planteles suficientes, qué van a hacer los niños en la tarde, etc., etc., etc.
Pero, dada la enorme pérdida educativa que ha tenido lugar durante la pandemia, nada podría ayudar más al país a empezar a recuperar lo que se no se pudo hacer en materia educativa durante este año y medio que la jornada de tiempo completo. Si las clases iniciaran en agosto —y todo indica que, jornada completa o no, en agosto empezarán, no antes— hay ocho meses para preparar el asunto. Pactar con el sindicato que los maestros trabajen más con algo de incremento salarial aunque no sea tanto; pactar con los padres que contribuyan con un mínimo a la alimentación de los niños a medio día; buscar que los planteles que todavía tienen horarios vespertinos puedan eliminarlos y pasarlos a otras escuelas; ver qué pueden hacer los niños durante las dos, tres o cuatro horas adicionales para recuperar todo lo que han perdido en este año y medio.
¿Es una panacea? Desde luego que no. Pero lo esencial a estas alturas no es encontrar soluciones milagrosas para todo. Se trata de buscar soluciones parciales, imperfectas, pero que además pueden ser duraderas y contribuyan a construir el futuro en un país que cada día tiene, justamente, menos futuro.