El editorial de The Washington Post sobre el caso Loret y las declaraciones del senador Ted Cruz de Texas, sobre el mismo tema y en general sobre la deriva autoritaria y de ruptura del Estado de derecho en México, son sintomáticas de un problema que López Obrador y su gente no parecen haber captado. No es fácil encontrar demasiados antecedentes, por lo menos hasta 1968 —quizás con Echeverría— de presidentes o su partido que denuncian a sus detractores o críticos como traidores a la patria y enemigos de la nación. Desde luego voceros oficiales en la época de Salinas lo hacían con cierta frecuencia, y es una tradición priista el tratar siempre de colocar a cualquier adversario en el papel de traidor a la patria, vinculado a enemigos externos, mercenario pagado por otros gobiernos. Pero hay una gran diferencia entre lo que sucedía antes y lo que acontece ahora.
Los senadores de Morena, actuando con un cinismo, una desfachatez y una falta de pudor inverosímiles, no parecen entender que hay límites a lo que ellos pueden ya hacer impunemente en el México de hoy. López Obrador tampoco lo entiende. Tanto él, como Morena en general, y sus senadores y gobernadores en particular, dan la impresión de pensar que pueden salirse siempre con la suya, ya que no hay límite a su poder o exceso en México. En eso quizás tengan razón. No parece haber hasta ahora un costo a pagar por escribir, firmar, o decir barbaridad y media. Pero la gran diferencia con el pasado es que ahora sí hay un costo externo. Ese costo externo es producto de lo que varios gobiernos ya han construido. Desde el TLCAN de Carlos Salinas y hasta el TMEC de Peña Nieto y de López Obrador, las élites mexicanas, y en particular los gobernantes, han ido estimulando, incentivando y consolidando la globalización de México. Pero la palabra globalización es un eufemismo; en realidad se trata de una relación cada vez más estrecha e interdependiente con Estados Unidos. Esto desde luego significa más exportaciones mexicanas a Estados Unidos; más inversión norteamericana en México; más turismo procedente de Estados Unidos; más migrantes mexicanos en Estados Unidos; más remesas de dichos migrantes enviadas a México. También implica desde luego una serie de acuerdos y de compromisos en materia bilateral que se han ido tejiendo a lo largo de estos últimos decenios: en materia del narco, de seguridad y antiterrorismo, de asistencia jurídica mutua, de arbitrajes vinculantes para resolver distintos litigios, entre empresas o entre empresas con el Estado. Pero como quedó claro desde un principio —recuerdo unas declaraciones del entonces embajador de Estados Unidos en México, John Negroponte, en 1993 a propósito del TLCAN— no se trata sólo del ámbito económico, aunque México quizás no lo haya entendido así, ni entonces, ni ahora.
En realidad, los márgenes de maniobra de cualquier gobierno mexicano en materia de política interna, de Estado de derecho, de represión, de violación de los derechos humanos, de censura, o de cualquiera de los actos a los que es tan adicto López Obrador, es cada día más estrecho. Hoy en día, una declaración infame, como la de López Obrador el viernes pasado, se publica casi de inmediato en los medios norteamericanos, que en efecto, como él dice, pueden tener intereses en ese mismo sentido —¿qué tendría de malo y de sorprendente que así fuera?— y que a su vez son retomados por congresistas, ministros, empresarios, intelectuales, activistas norteamericanos para hacer avanzar sus propias agendas o sus propios intereses —de nuevo, ¿que tendría de raro?—. Hoy es el senador Ted Cruz, republicano ultraconservador y francamente odioso, que siempre ha querido hacer del tema migratorio el eje de su campaña, tanto de reelección en Texas como para la Presidencia en 2016 y quizás en 2024. Pronto vendrá el senador Bob Menendez de Nueva Jersey, demócrata liberal pero también cubano-norteamericano, que también tiene su propia agenda; después habrá otros senadores o legisladores liberales o conservadores, republicanos o demócratas, jóvenes o de cierta edad, que también querrán hacer avanzar su agenda en México utilizando los excesos verbales y escritos de López Obrador y de su gente en México.
El límite que tienen López Obrador y los senadores de Morena, tildando de traidores de la patria a todos aquellos que se oponen al gobierno, está efectivamente en Estados Unidos. Ese límite puede encontrarse en el Ejecutivo, en el Legislativo, en el Poder Judicial norteamericano, en las asociaciones de empresas o de sindicatos de Estados Unidos. Pero de que los límites existen, existen. Muchos hubiéramos querido desde 1993 que México formara parte de una asociación con Estados Unidos y Canadá mucho más parecida a la Unión Europea que al Nafta o al TMEC: con instituciones permanentes, con una burocracia propia, con transferencias de recursos de los países ricos al país más pobre, con cortes de derechos humanos y de defensa de la democracia comunes. Eso no sucedió. Pero no quiere decir que no se haya ido produciendo lo equivalente, a lo largo de los años, de facto aunque no fuera de jure. Hoy en día no hay una corte de América del Norte de derechos humanos como la de Europa en Luxemburgo, pero sí hay diversas manifestaciones de descontento, de censura y de crítica, y en su caso de sanciones, de Estados Unidos a México, por distintos comportamientos. Lo empezamos a ver, como ya dijimos aquí hace unos días, con los aguacates, la vaquita marina, con elecciones sindicales, con la defensa a la libertad de prensa y con todos los escándalos que se le ocurran a López Obrador o que surjan del comportamiento suyo o de su familia y que tengan implicaciones jurídicas, migratorias o de corrupción en Estados Unidos.