El secretario de la Defensa dijo varias barbaridades en su discurso del día de los Niños Héroes, que ya han sido reseñadas ampliamente. Reinventó el sector militar del PRM de Lázaro Cárdenas, y denostó a quienes “pretenden —pretendemos— apartar a las Fuerzas Armadas de la confianza y respeto que deposita (en ellas) la ciudadanía”. Digo nosotros, porque yo prefiero a una ciudadanía que entienda —no es el caso de la mexicana— que el Ejército no está para protegerla del crimen organizado —para eso debe estar la policía— ni para inspirarle confianza al construir aeropuertos, trenes, sucursales bancarias, etc.
Pero lo más chistoso de la diatriba de Sandoval yace en su utilización del verbo discernir, cuyas acepciones obviamente desconoce. “Debemos discernir de aquellos que […] pretenden…”: no es castellano. Se puede discernir entre una cosa y otra; se puede discernir (es decir, otorgar) un honor, un reconocimiento o una medalla (las que le gustan al general); se puede, en un abierto anglicismo, discernir algo, es decir, ver, visualizar, o detectar. Pero no se puede discernir de nadie, ni de nada. El general secretario no tiene por qué conocer las reglas precisas de utilización de todos los verbos del idioma español. Pero sí debe poder rodearse de colaboradores, aunque sea bajo disciplina militar, que le revisen sus discursos y corrijan los errores. Como éste. Ya ni hablemos de su aparente propósito, a saber, comprometer a las Fuerzas Armadas con una posición política, afirmando que los comentarios contrarios a su posición son “tendenciosos”. Quizás el Ejército debiera preocuparse más de los “sentimientos de la nación”, es decir, de lo que piensan los mexicanos sobre su país.
Las encuestas son indicadoras imperfectas de sentimientos o convicciones, y no hay que tomarlas al pie de la letra. Pero la de Rodrigo de las Heras/Demotecnia, que cita hoy Ricardo Rafael en Milenio, debiera ser materia de reflexión para todos aquellos que gustan de exaltar el patriotismo mexicano: como México no hay dos. A la pregunta “¿Usted qué tan feliz se siente de ser mexicano?”, y ante dos respuestas posibles: “Está feliz” o “Le hubiera gustado nacer en otro país”, 48 % —es decir, la mitad de los mexicanos— expresó que habría preferido nacer en otro país. Me parece un resultado increíble, deprimente, y comprensible. Es todo lo contrario del mito del nacionalismo mexicano, del amor por “el suelo donde he nacido”, de la celebración ferviente de las fiestas patrias. Por cierto, levantar una encuesta de esta naturaleza en septiembre debería inducir un sesgo patriota: en otro momento, las cifras serían peores. No quiero imaginar la proporción de respuestas parecidas en Francia, Alemania, Chile, o Estados Unidos.
A la pregunta “¿A usted qué tanto le gusta vivir en México?” sólo el 30 % respondió que le gusta mucho. El 37 % contestó que le gusta, pero a veces le gustaría vivir en otro país, y al 17 % —el equivalente de 20 millones de mexicanos— no le gusta vivir en México. Arraigo, devoción por el terruño, o siquiera resignación tipo Carlos Fuentes (aquí nos tocó vivir), no aparecen en estas cifras.
Seguramente la vocación emigrante de México cuenta mucho en esto. Millones de mexicanos en México conocen de cerca la suerte de los otros millones que se fueron a Estados Unidos. La prefieren a la propia. Asimismo, después de la pandemia, la atonía económica, la violencia generalizada y la polarización del país, no debe extrañarnos que imperen estos sentimientos. Pero si alguien pensaba que la 4T le había devuelto al pueblo sabio el orgullo nacional, se equivocaron. Con creces. Y el general Sandoval, en lugar de pronunciar malos discursos en mal castellano, disfrazado de mariscal soviético, haría bien en preguntarse si el “pueblo uniformado” piensa igual que el pueblo a secas. Creo que sí.