En el debate sobre la participación creciente de las Fuerzas Armadas en la seguridad del país y la vida nacional se ha insistido, con toda la razón, en la llamada militarización del sistema político mexicano. Pero se ha prestado menos atención a lo que podríamos llamar la estatización de la economía mexicana a través de la creciente participación de las Fuerzas Armadas. Un ejemplo de esto último, y de la ideología en la que descansa, es la peregrina idea de crear una línea aérea comercial propiedad de Sedena y de Semar.
A través de los Guacamaya leaks, de las declaraciones del propio presidente, y de una iniciativa de ley presentada por un diputado de Morena, sabemos que se tiene la intención de crear una línea aérea comercial propiedad de las Fuerzas Armadas, y que se prepara el ordenamiento legislativo para que esto sea posible. Esta idiotez descansa en varias premisas ideológicas, o filosóficas si se prefiere, que conviene debatir.
La primera premisa es que existe una enorme demanda no atendida por parte de las líneas aéreas existentes. Esto sería cierto tanto para los vuelos dentro de México —López Obrador ha dicho que la nueva línea aérea volará a ciudades dentro de la República donde no vuelan las tres líneas que operan dentro de México— y hacia el resto del mundo o desde otros países donde también existe una gran demanda nueva no atendida por las líneas existentes, ya que ahora que va a hacer frío en Europa porque no hay gas, muchos europeos van a querer venir a México a pasarla muy bien. Esta premisa encierra varias contradicciones o imbecilidades. En primer lugar, no está dicho que esa demanda exista. La mejor refutación de la supuesta existencia de esa demanda reside en un hecho simple: si existiera esa demanda, las líneas existentes la atenderían; si no, serían unos perfectos ineptos. Si hay una enorme cantidad de gente que quiere volar desde la Ciudad de México a Tamazunchale, donde no necesariamente hay un aeropuerto, lo lógico sería que Volaris, VivaAerobus o Aeroméxico establecieran conexiones aéreas con Tamazunchale o el aeropuerto más cercano. Si no lo hacen es porque probablemente consideren que dicha conexión no es rentable, ya sea porque las tarifas serían muy elevadas y no habría demanda a ese precio, ya sea porque tendrían que cobrar por debajo del costo, cosa que no suele hacer una empresa que se dedica a ganar dinero. En segundo lugar, esta premisa presupone también que una línea aérea paraestatal va a poder atender esa demanda —desde fuera de México o dentro de México— en lugar de las líneas existentes. No es para nada evidente que ese sea el caso.
La segunda premisa es que una línea aérea paraestatal puede tener utilidades, volando a ciudades dentro de la República no atendidas por otros, a destinos fuera de la República donde las líneas extranjeras o mexicanas tampoco vuelan, o cobrando menos pero de todas maneras manteniendo una utilidad. Todo esto estaría por verse. En efecto, las líneas privadas, propiedad de accionistas nacionales o extranjeros, se dedican a ganar dinero. Vuelan a donde hay utilidades y prefieren abstenerse de establecer conexiones donde no. En muchos países del mundo, líneas aéreas propiedad del Estado aseguran rutas que, por razones estratégicas, de seguridad nacional o simplemente de comodidad, no son atendidas por empresas privadas pero en las que vale la pena invertir recursos públicos. La pregunta es si en el caso de México esos recursos tienen algún sentido. La implicación evidente de esta segunda premisa ideológica es que el Estado puede proporcionar el mismo servicio que los privados, pero a un precio inferior aunque aun así garantizando utilidades, ya que no busca ganar dinero sino proporcionar un servicio a un precio “razonable” o “beneficiar” al pueblo. Todo eso parece altamente discutible.
La tercera premisa en el fondo es la más importante. El gobierno y la 4T parecen presuponer que el Estado, en este caso, las Fuerzas Armadas, pueden ofrecer bienes y servicios al público consumidor, en condiciones superiores a las que ofrece el sector privado. El empresariado privado es un mal necesario, inevitable pero no deseable. En un mundo ideal, habría sólo empresas estatales eficientes, transparentes, honestas, que podrían proporcionar todos los bienes y servicios a la población sin utilidades, sin lucro, sin ganancias exorbitantes para los “ricos”. O bien, en una alternativa menos idónea pero de cualquier manera atractiva, podrían imponerle al sector privado condiciones de competencia y regulación que no existen ahora. López Obrador y sus colaboradores saben que ese mundo ideal no es posible para México hoy. Pero cada vez que surja una oportunidad de sustituir a una empresa privada en el suministro de un bien o servicio determinado, o de competir en condiciones muy favorables con una empresa privada, van a tomarla. Lo que no necesariamente entienden, y es lógico que así sea, es que en el mundo actual, las empresas, en este caso las líneas aéreas, no están obligadas a operar o invertir en México. Ni siquiera las mexicanas, que en realidad no son mexicanas. Por ejemplo, si la nueva línea de Sedena y Semar compite deslealmente a través de una especie de dumping aéreo, y además siendo propietaria de un aeropuerto —“el mejor de América Latina y quizás del mundo”—, Aeroméxico —y su accionista principal, Delta— puede decidir que que ya no va a invertir en México o incluso que va a reducir sus vuelos dentro y fuera del país. No hay nada que la obligue a permanecer aquí en esas condiciones. Esto parece remoto por ahora, pero puede no serlo en el futuro.
Estas tres premisas ideológicas o filosóficas son las que subyacen a esta decisión de López Obrador y del Ejército. Entre más Estado y menos mercado, no en la política social, fiscal, comercial, sino en la oferta de bienes y servicios —es decir, entre mayor sea el sector público estatal de la economía— mejor. Es una filosofía que ha imperado en muchísimos países durante muchísimo tiempo. Ha sido paulatinamente rectificada, dejada atrás, o adaptada a circunstancias cambiantes a lo largo de los últimos cuarenta o cincuenta años. López Obrador nos quiere llevar justamente a ese momento. Como siempre, es echeverrismo puro: no se puede eliminar al sector privado o al empresariado mexicano, aunque sería deseable, pero entre más grande sea el sector público de la economía, como ya dijimos, mejor. Que nadie se llame a engaño.