El verdadero blindaje de irreversibilidad

En varias conversaciones con mexicanos de paso por Nueva York he detectado una cierta perplejidad a propósito de las verdaderas intenciones de la 4T en materia de la reforma del INE. Huelga decir que la elección de consejeros del INE y magistrados del Tribunal Electoral equivale a desaparecer al árbitro y volverlo jugador: Morena dispondría de una mayoría automática en ambas instancias. En vista de la ventaja aparente del partido de López Obrador en la contienda de 2024, mis interlocutores se preguntan, ¿qué plan ranchero trae AMLO? ¿Para qué tanto brinco si el suelo está parejo?

Obviamente carezco de respuestas y certezas al respecto pero, como siempre, puedo especular. El ejercicio me conduce a pensar en algo que ya se evidenció en diversos acontecimientos, y que muchos colegas han señalado. López quiere blindar la elección de 2024, seguramente, pero sobre todo desea imprimirle un sello de irreversibilidad a su llamada transformación. Que no es mucha, desde luego, pero que en su mente resulta trascendental. Por lo tanto, va moviendo fichas que en su cabeza impiden la cancelación de sus delirios, desde sus obras faraónicas hasta sus programas sociales desbocados, pasando por la anulación de todos los contrapesos existentes dentro en la institucionalidad mexicana.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

El primer valladar contra cualquier reversibilidad yace en el Ejército. Para López Obrador, sus convicciones nacionalista-revolucionarias, sumadas a los recursos comprometidos para las Fuerzas Armadas, legales y no tanto, durante los próximos años, garantizan la continuidad de sus grandes proyectos: Tren Maya, AIFA, Dos Bocas y Transístmico. Nadie se va a atrever a arrebatarle las teóricas y pingües ganancias procedentes de sus juguetes. No sucederá lo del tren a Toluca de Peña Nieto.

El segundo muro de contención consiste en el blindaje de las elecciones: no sólo las presidenciales dentro de dos años, sino todas. Hay que ganar las gubernaturas, la Cámara de Diputados y el Senado, de preferencia con mayorías constitucionales, e incluyendo la Ciudad de México. Para eso son los cambios en el INE, en el Tribunal, y en la elección de diputados y senadores. En sí mismos, los cambios en este último renglón no contienen nada de malo: yo prefiero la representación proporcional completa, a condición de que exista un régimen parlamentario o híbrido a la francesa. No es el caso. Tampoco encierran sentido alguno las senadurías de lista; siempre violaron el principio federalista de paridad por entidades. Pero nada de eso importa. López Obrador no quiere cambiar las reglas para mejorarlas, sino para asegurar la victoria de sus partidarios, y amarrar su supuesto legado.

Ahora bien, en las reflexiones de mis amigos viajeros, aunque todo esto se antoja de extrema gravedad, tampoco es de vida o muerte, porque el próximo presidente (o más bien presidenta) podrá llevar a cabo los cambios que quiera, una vez que se siente en la silla. No comparto esa certidumbre. Al contrario.

Los hipotéticos intentos de Maximato —nunca nadie ha confesado algo al respecto— han fracasado por dos razones: la fuerza institucional del presidente entrante, y la debilidad política del mandatario saliente. Cárdenas, el expresidente con mayor ascendencia social de todos, era tremendamente impopular con el empresariado, con la iglesia, con Estados Unidos y con la incipiente clase media del país. Miguel Alemán fue fustigado por Ruiz Cortines desde su discurso de toma de posesión, y nunca recuperó el poder político que pensó le correspondía. Luis Echeverría concluyó su sexenio en la desgracia, hundido por la devaluación del 31 de agosto de 1976. Salinas vio derrumbarse su popularidad con el error de diciembre y con las acusaciones de corrupción contra su hermano. Todos terminaron mal, lo cual impidió un intento real o imaginario de perpetuación en el poder.

Es posible que López Obrador sea la excepción. No se trata sólo de popularidad en las encuestas. Es el primer presidente de México de los siglos XX y XXI que llega a Palacio (o a Los Pinos) con una fuerza social preexistente y propia. No se la heredó nadie; la construyó solo. La ha conservado, y tal vez acrecentado, durante su mandato. A menos de que ocurra una catástrofe de aquí a septiembre de 2024, partirá de la Presidencia con esa fuerza intacta. Nadie ha salido de Palacio o de Los Pinos así: ni Juárez, obviamente, ni Porfirio Díaz, ni Zedillo o Fox (los que se fueron con mayores índices de popularidad).

Sostengo que esto hace toda la diferencia. López Obrador no es Calles; es más bien Deng o Raúl: se van, pero con todo el poder. Más allá del INE o del Ejército, he allí el blindaje contra la reversión.

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