He escrito en este y otros espacios que el interés primordial de Estados Unidos en su relación con México desde la Revolución consiste en la estabilidad. Cualquier gobierno mexicano puede hacer más o menos lo que quiera en materia económica, financiera, comercial, cultural, e incluso internacional mientras garantice la estabilidad política y social del país. Con una salvedad: que México no se alíe, o se acerque demasiado, a un adversario geopolítico de Washington. Cosa que ningún mandatario mexicano, desde Carranza y el telegrama Zimmerman, López Mateos en la Crisis del Caribe en 1962 o, guardando las proporciones, Peña Nieto con Huawei en 2015, se ha atrevido a hacer. La regla no escrita no se ha transgredido, ni de un lado ni del otro. Por eso creo, sin tener una absoluta certeza, que a pesar de la perseverancia de la embajadora Tai en las negociaciones sobre la Ley de la Industria Eléctrica, Estados Unidos no llegará a la aplicación de aranceles, y quizás ni siquiera a exigir la conformación de un panel de solución de controversias. El daño a la economía mexicana sería tal que podría peligrar la centenaria estabilidad del vecino de Estados Unidos.
El caso más reciente de una posible violación del axioma citado reside en el contrato de la llamada Red Troncal de México para fibra óptica y otras comunicaciones que fue inicialmente otorgado por el gobierno de Enrique Peña Nieto a Huawei. La adjudicación fue objeto de una solicitud por parte del gobierno de Barack Obama, si mal no recuerdo, en 2015, para que no se procediera con Huawei. Así fue, de la misma manera, que los gobiernos de Chile y de Brasil han también aceptado ukases estadunidenses a propósito de telecomunicaciones chinas. Washington temía que la empresa “paraestatal” china pudiera utilizar los tramos de la red a lo largo de la frontera con Estados Unidos para intervenir comunicaciones internas de ese país o de su gobierno.
Ahora se presenta un par de casos que podrían violar este principio tácito. El primero probablemente no importe mucho. Se trata del convenio firmado por Relaciones Exteriores con el gobierno de Putin hace un año y que incluiría la instalación de estaciones terrestres del sistema de GPS ruso (Glonass) en territorio mexicano. Tratándose de dos países del Tercer Mundo, es poco probable que el convenio llegue a materializarse, y Washington puede hacerse de la vista gorda ante una travesura más de López Obrador en sus coqueteos con Moscú. Sin embargo, si llegara a agravarse el conflicto entre Estados Unidos y Rusia por Ucrania, u otro país de Europa Oriental, la indiferencia norteamericana podría transformarse en una preocupación mayor.
El segundo caso es más complicado. Se trata de la compra de equipo de escaneo chino, de la empresa Nuctech, para revisar el tránsito de mercancías, por camión o ferrocarril, en la frontera norte del país. México instaló ya el equipo en varios cruces fronterizos, y el subsecretario de Estado para Narcotráfico y Crimen Organizado, Todd Robinson, ya manifestó su preocupación al respecto. Hace tiempo el embajador Ken Salazar envió una carta al secretario de Relaciones Exteriores compartiendo la misma inquietud. En realidad, son dos las quejas estadunidenses. Una es de seguridad: no quieren equipo chino, perteneciente en el fondo al gobierno chino, monitoreando los ires y venires de bienes en su frontera. Y, en segundo lugar, deseaban que el contrato, de cierta magnitud, fuera adjudicado a una empresa norteamericana, tanto por razones de negocios como de seguridad.
La tentación china siempre ha estado presente para López Obrador. La ha resistido hasta ahora. Seguramente nadie le ha informado del caveat inviolable de la relación entre México y Estados Unidos, y que nunca ha sido traspasado. Es posible que el ejemplo de Nuctech sea simplemente un descuido más de un gobierno descuidado al extremo. O, tal vez, que en el otoño de su mandato, López Obrador esté jugando con fuego.