Conversando con un amigo norteamericano en Nueva York estos días, se me ocurrió una hipótesis relativa a las consultas sobre el T-MEC entre México, Estados Unidos y Canadá, que seguramente quienes conocen mejor el tema ya han considerado. Parte del cambio de equipo en la Secretaría de Economía, y del tiempo que la 4T ganó con ese recurso, deliberado o no.
Como se recordará, el plazo de 75 días para llegar a un acuerdo se venció hace tiempo, pero los tres países, en dos negociaciones separadas, decidieron seguir con las consultas en lugar de exigir de inmediato la creación de los paneles de solución de controversias. Washington en particular prefirió darle a López Obrador más tiempo para revisar sus posturas sobre la Ley de la Industria Eléctrica, y ver qué capítulos estaría dispuesto a suprimir, de una manera u otra. Luego, con el cambio de equipo, lógicamente, México puede pedir un plazo adicional de estudio y preparación para reiniciar las conversaciones. En una palabra, todo esto le da tiempo a México, y posterga, quizás varios meses, el límite para ir a un panel en el cual seguramente perderíamos.
Pero incluso una vez constituido el panel, no hay un tiempo absoluto para llegar a una definición, aunque en principio el límite es de 150 días. Eso nos llevaría a mediados de 2023. Ahora bien, uno hubiera podido pensar que Washington, quien interpuso el recurso por violación del T-MEC, tendría cierta prisa para llegar a una definición, ya que son sus empresas las perjudicadas por las medidas mexicanas. Pero en una de esas, Biden prefiera calmar las aguas y no llegar ni a un panel, ni mucho menos a un fallo favorable a Estados Unidos y a la imposición de sanciones, es decir aranceles, a México. No vale la pena molestar, irritar o hacer enojar a un presidente mexicano errático, imprevisible, iracundo y que gobierna a un país cuya economía no funciona, en plena sucesión presidencial, y con crecientes tensiones sociales.
En esta hipótesis, lo lógico sería que Estados Unidos optara por posponer todo hasta el siguiente sexenio, es decir, a septiembre de 2024, poco más de un año adicional al plazo mínimo. Tal vez gane la oposición, tal vez la nueva presidenta de Morena sea menos intransigente, tal vez se pueda deshacer de Nahle y Bartlett. En el peor de los casos, se procede entonces al panel o a los aranceles, pero con un nuevo gobierno mexicano.
En apariencia, esta sería una magnífica salida para López Obrador. En los hechos, Washington no le habría infligido ningún castigo por su ley eléctrica “soberana”, y ésta permanecería intacta por lo menos un tiempo. Ya después se vería. Gracias a la eficiente, aunque inconsciente, utilización de la “madman theory” (la que Kissinger empleaba con los vietnamitas a propósito de Nixon), Biden habría reculado. Revirtió su decisión de invocar los mecanismos de solución de controversias del tratado, a pesar de las presiones de los inversionistas norteamericanos, de algunos legisladores, y de los lobbies de la industria energética en general. Orejas y rabo para el Peje.
Con un pequeño detalle. Abrir un compás de espera, sobre todo si se prolonga, para resolver el diferendo, perjudica a México. Porque nadie va a querer invertir en la generación de energía eléctrica en México, limpia o sucia, mientras no se produzca una solución de la disputa. Las amenazas de la discrecionalidad o arbitrariedad mexicanas, la incertidumbre, detendrán cualquier inversión privada, nacional o extranjera. Seguramente, eso es lo que AMLO desea. Pero como la CFE no tiene dinero, se estancará la producción eléctrica en México. Y se esfumarán todas las ilusiones del nearshoring, tan caras a todos los empresarios y sus amigos en el seno de la comentocracia. Gran ejemplo de victoria pírrica, que viene de pirruris.