El plagio es un asunto complicado. Existe en la academia, en la prensa, en la literatura, y desde luego en las escuelas y universidades entre alumnos. Cuando le toca a uno leer y calificar trabajos de posgrado, la tarea es difícil porque a partir de cierta edad los profesores titulares con antigüedad no estamos necesariamente al día en materia de las publicaciones recientes en el ámbito que nos corresponde. Algunos incluso nos volvemos medio huevones. No detectamos los pasajes entresacados de obras que no conocemos y nos meten goles. Por eso han surgido programas o software para detectar el plagio: CopyLeaks, Copyscape, Dupli Checker, Plagiarisma, Tineye, entre otras. Son muy útiles para este tipo de tareas, pero también para evitar el plagio inconsciente o el autoplagio. En ocasiones uno mismo publica una idea, una hipótesis, una especulación que otros han divulgado antes, y que uno recogió de ellos sin recordarlo.
Aunque en mi caso no me ha ocurrido nunca, es perfectamente factible que haya plagios involuntarios, casi inocentes. Recomiendo vivamente la novela de Aguilar Camín, Plagio, a quienes les interesa el tema. Tal vez a Yasmín Esquivel le divertiría ahora en vacaciones. Salvo que su caso no corresponde a ninguna de las configuraciones citadas. Según lo publicado por Guillermo Sheridan, experto cazador de plagiarios, la tesis de licenciatura de la ministra es idéntica a la de Edgar Ulises Báez, quien defendió la suya un año antes en la Facultad de Derecho de la UNAM (y ya aparecieron otras dos, por cierto). Conociendo bien a Sheridan, con independencia de quien le dio el pitazo —parece que fue Arturo Zaldívar— probablemente recurrió a uno de los programas mencionados para medir el grado del plagio. Debe acercarse al 100 %.
Normalmente, si se trata de un caso que involucra a una institución —un periódico, una editorial, una universidad— es ella misma quien investiga, concluye y, en su caso, castiga. Las consecuencias para quien plagia pueden ser graves —Joe Biden tuvo que abandonar su campaña presidencial de 1987 por haberse fusilado un discurso de Neil Kinnock, el laborista inglés— o únicamente una amonestación menor —el caso de Fareed Zakaria en Time—, ver cuestionado un premio importante —de la FIL de Guadalajara, para Bryce Echenique— o simplemente la sanción moral y reputacional. En ocasiones también se pierde un empleo, sobre todo en la academia; un alumno puede ser expulsado si se demuestra de manera palmaria su pecado.
La ministra debiera ser investigada por quien le otorgó el título —la ENEP Aragón, parte de la UNAM—, por su empleador actual —la Suprema Corte— y por aquellas instituciones a las que perteneció gracias a un título universitario obtenido de manera espuria. Obviamente no por su club de bridge, donde nada de esto importa. Y si el resultado de la investigación es concluyente, debe retirársele el título universitario, así como cualquier adscripción profesional originada en el mismo. Huelga decir que su pertenencia en la Corte terminaría.
Todo esto sucedería en un país normal. Más aún, acontece con gran frecuencia en muchos países, y existen ejemplos en México, aunque no abundan. Pero tratándose de una ministra de la Suprema Corte, nombrada por López Obrador, con los vínculos conocidos de su marido con la casa presidencial, me atrevo a vaticinar que nada de esto va a pasar. La UNAM, ya sea vía Comité de Ética, vía la Facultad de Derecho, o vía la ENEP, no osará meterse con Palacio, a pesar de que la ahora FES Aragón anunció que iniciará una investigación. La Corte se dará por bien servida con haber bajado a Esquivel de la contienda por suceder a Zaldívar como presidenta. La comentocracia se burlará en redes sociales, pero habrá poca reflexión sobre el tema en sí mismo, y su existencia omnipresente en nuestras propias filas, casi siempre sin consecuencias. Viva México.