Conforme pasen las horas y los días, dispondremos de mayor información sobre las motivaciones que llevaron al jurado de la Corte Federal en Brooklyn a condenar a Genaro García Luna de los cinco cargos de los cuales había sido acusado por la Fiscalía del gobierno de Estados Unidos. En muchos de estos casos, los miembros del jurado dan entrevistas, filtran intimidades de sus deliberaciones, los abogados defensores también encuentran algo que decir al respecto, y gracias a todo ello podremos tener una idea más clara de cuáles fueron los argumentos más contundentes. Asimismo, sabremos si García Luna decide apelar el fallo —lo más probable— o si empieza, ahora sí, a negociar con la Fiscalía, la DEA, y todo el aparato gubernamental norteamericano.
Pero, por lo pronto, se disiparon todas las dudas que se habían manifestado en México, y en algunos sectores de Estados Unidos, a propósito de la calidad de las pruebas, o evidencias, o testimonios aportados por la Fiscalía en contra de García Luna. Quizás en la euforia por comprobar que no se presentaron el juicio ni grabaciones, ni fotos, ni intervenciones telefónicas, etcétera, sino únicamente testimonios, principalmente de testigos protegidos, muchos observadores olvidaron algunas premisas básicas de la administración de justicia en Estados Unidos. De la misma manera, mucha gente quizás no valoró en su debida dimensión la estrategia de la Fiscalía.
Primera reflexión: el gobierno federal en Estados Unidos casi nunca pierde cuando va a juicio. No lo hace, en primer lugar, porque un juicio de esta naturaleza cuesta una fortuna, y no tiene sentido llevarlo a cabo si no existen altas probabilidades de ganarlo. También, el prestigio de los fiscales, que todos suelen ser relativamente jóvenes y están haciendo carrera, ya sea en el Departamento de Justicia, ya sea con miras posteriores a una práctica privada de la abogacía, o de ingresar al Poder Judicial, nada es tan dañino como lanzarse a un juicio y luego perderlo. Para todos ellos es fundamental ganar; si no están seguros de vencer, no “se avientan”. Y también es necesario tomar en cuenta que existe un proceso de revisión horizontal y vertical de este tipo de juicios, donde si bien siempre existe la posibilidad del error de cálculo, hay un número suficiente de personas involucradas en la decisión de ir a juicio como para que no se equivoquen con demasiada frecuencia.
Segunda reflexión: en Estados Unidos un testimonio bajo juramento, tanto porque los norteamericanos suelen creer en la verdad —lo cual no significa que no mientan— y porque las consecuencias de mentir bajo juramento, o en una declaración oficial, de cualquier tipo, y luego de saberse que fue el caso, son enormes. En Estados Unidos se da por sentado que cuando alguien dice algo bajo juramento, ya sea en un tribunal, ya sea ante el Congreso norteamericano, ya sea ante cualquier autoridad federal, o incluso en muchos casos estatal, el riesgo de incurrir en graves peligros por ello es muy grande. Por lo tanto, se considera que un testimonio entregado bajo juramento es una prueba, tan prueba como una foto, o una intervención telefónica, o un video, o un correo electrónico.
Tercera reflexión: era imposible que el jurado no estuviera ya imbuido o influenciado por la impresión general que existe en Estados Unidos sobre nuestro país. Los miembros del jurado no deben poseer prejuicios o sesgos, pero no pueden abstraerse de todo lo que ven, leen, escuchan o han vivido en relación con México. Para ellos, como para una gran cantidad de estadunidenses más o menos informados, no tiene nada de raro, ni de complicado, ni de inverosímil que un alto funcionario de México sea no sólo corrupto sino socio de los cárteles de la droga. No es que todos hayan visto Narcos México, pero muchos sí, y muchos otros han oído o visto referencias semejantes a su vecino del sur. Si el gobierno de Estados Unidos dice: García Luna trabajaba con los cárteles; si una veintena de testigos afirman lo mismo bajo juramento; si todos los funcionarios en México son corruptos; y si los cárteles gobiernan en México; no es muy difícil concluir entonces que García Luna, en efecto, trabajaba para el cártel de Sinaloa.
Que esta imagen sea en parte cierta y en parte falsa, o que sea injusta en muchos sentidos, no quita que exista. Nos la hemos ganado a pulso. Y ningún gobierno, por lo menos desde Calderón, ha hecho algo al respecto. En esas condiciones, el jurado, justamente compuesto por norteamericanos de a pie, llegó a una conclusión lógica, totalmente compatible con sus creencias, superficiales, parciales, basadas en películas, series e informes periodísticos simplistas.
El problema que queda es sencillo. Ya culpable García Luna, es imposible evitar la pregunta de si Calderón sabía o no; de si los altos funcionarios norteamericanos que trataron con él sabían o no; de si los colegas del gabinete de García Luna, sobre todo en el ámbito de seguridad, sabían o no; y si todos los demás elementos de los testimonios de los testigos deben ser dados por buenos o no. Para empezar, los otros acusados, a saber, Cárdenas Palomino y Pequeño García, ya han de sentir ñáñaras. Pero muchos otros también. Esto apenas empieza.