La trágica e innecesaria muerte de 40 migrantes en Ciudad Juárez hace algunas semanas es consecuencia de una serie de decisiones de política pública tomadas por los Gobiernos de México y de Estados Unidos. No se trata de un accidente, en el sentido de que era imprevisible o inevitable. De ninguna manera. La tragedia proviene de la política migratoria puesta en práctica por los presidentes Andrés Manuel López Obrador, por una parte, y Donald Trump y Joe Biden, por la otra.
El origen del problema está en la primera reunión celebrada entre un representante del entonces presidente electo mexicano, que posteriormente ocuparía el cargo de secretario de Relaciones Exteriores, y Mike Pompeo, secretario de Estado de Trump, en Houston, en noviembre de 2018. En ese encuentro, tal y como ha sido narrado por periodistas, protagonistas y personas con acceso a esa información, EE.UU. pidió que México aceptara la devolución de no-nacionales solicitantes de asilo, o de reunificación familiar, o simplemente deseosos de encontrar trabajo en ese país, para que esperaran el procesamiento de su caso en territorio mexicano. Se trataba del que se llamaría el programa Remain in Mexico (Quédate en México).
Cuando no entró rápidamente en vigor este proyecto, el número de detenciones por las autoridades estadounidenses creció rápidamente y en mayo de 2019 Trump amenazó con imponer aranceles de hasta 25 % a las importaciones estadounidenses de productos mexicanos.
Pero en octubre de 2019 desplegó más de 26.000 efectivos de fuerzas de seguridad en distingas regiones de su territorio para brindarle eficacia al acuerdo. Comenzaron a llenarse las ciudades fronterizas mexicanas del norte (y del sur) de decenas de miles de migrantes de Centroamérica y posteriormente de Cuba, Haití, Venezuela, y otras nacionalidades.
Conviene anotar que solo en el ejercicio fiscal 2022, las autoridades estadounidenses detuvieron a 2,7 millones de inmigrantes indocumentados, de los cuales 30 % aproximadamente eran mexicanos, pero los demás, no. La llegada de Biden a la Casa Blanca, en enero de 2021, transformó los términos utilizados (ya no Remain in Mexico), pero se siguió aplicando el Título 42 para expulsar a las personas sin documentos a México, y el Gobierno de López Obrador siguió recibiéndolas. En particular, a partir de mediados de 2022, admitió a decenas de miles de cubanos, nicaragüenses, venezolanos y haitianos que Washington, por distintas razones, no podía deportar directamente a sus países de origen. Todo esto sucedió, según reveló el propio canciller mexicano este año, sin que por un lado se configurara formalmente a México como “tercer país seguro”, ni que Estados Unidos, por el otro, brindara un financiamiento directo para atender a las personas hacinadas del lado mexicano de la frontera.
México afirma que Estados Unidos le quiso imponer la etiqueta de tercer país seguro, y que López Obrador no lo aceptó. Pero en los hechos, al recibir a decenas de miles de solicitantes potenciales de asilo o de inmigrantes deportados o devueltos por Estados Unidos –sin tener ninguna obligación legal de hacerlo: México solo está obligado a recibir a deportados mexicanos– actuó precisamente como tercer país seguro. Y obviamente, como lo demuestra la tragedia de Ciudad Juárez, y los innumerables avisos estadounidenses aconsejando a sus ciudadanos de no viajar a las ciudades fronterizas mexicanas, México no es un país seguro, por lo menos en esas zonas, y en muchas otras del país. En ese caso, tanto México como EE.UU. violan el principio rector del derecho internacional de refugiados, a saber, el non-refoulement (o no devolución).
Peor aún: según las autoridades mexicanas, Washington ofreció contribuir de manera significativa para atender a los migrantes devueltos en lo que se refiere a albergues, alimentación, salud, agua potable, etc. México no lo aceptó por razones desconocidas e incomprensibles. Sí lo hizo Turquía en 2015, cuando recibió 3.000 millones de euros de la Unión Europea para atender a casi tres millones de refugiados sirios y afganos.
Ahora bien, es evidente que tanto Biden como López Obrador y sus respectivos Gobiernos sabían perfectamente bien que México no estaba en condiciones de recibir, atender, proteger y cuidar a decenas de miles de centroamericanos, cubanos, haitianos, venezolanos, y ahora colombianos y ecuatorianos. En ciudades como Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros y varias más pequeñas no rigen las condiciones de seguridad, de empleo, de alojamiento, de alimentación, para ello.
Funcionarios de ambos gobiernos debían saber que las dos entidades mexicanas federales responsables –el Instituto Nacional de Migración (INM) y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar)– carecían de recursos, de capacitación, de una reputación de integridad y de tradición para ello.
En mi opinión, el INM ha sido una de las agencias más represivas y corruptas en México desde su creación, en 1993, (antes sus funciones las aseguraba la Dirección General de Asuntos Migratorios de la Secretaría de Gobernación). Así ha sido señalada por analistas, ex directores, y el propio López Obrador, que ha sugerido que la va a suprimir para sustituirla por una comisión que incluya a sectores de la sociedad civil
Por otro lado, la Comar ha visto recortado dramáticamente su presupuesto al mismo tiempo que crece astronómicamente el número de solicitudes de asilo en México. Lo único sorprendente de la muerte de 40 personas virtualmente presas en el albergue del INM en Juárez es que no haya sucedido algo así antes. Ciertamente, incidentes parecidos ocurrieron en el sureste del país en años recientes. Por ejemplo, en Tenosique, Tabasco, en marzo de 2020.
Aunque la Fiscalía General mexicana ha anunciado la apertura de una carpeta de investigación al director del INM por posible uso indebido de sus funciones, por ahora permanece en su cargo. Pero más allá del castigo a los responsables directos de los decesos, la culpa verdadera recae en quienes pusieron en marcha las políticas criminales y aberrantes del Remain in Mexico, el Título 42, refoulement y sumisión mexicana a las imposiciones de EE.UU. a cambio de nada. Esas políticas se mantienen y probablemente se endurezcan con la nueva ola migratoria, desatada por las expectativas ante el fin de la pandemia en Estados Unidos, el 11 de mayo. De ser el caso, habrá más tragedias.