No es necesario atribuir un carácter transexenal a algunos de los nombramientos ya anunciados por López Obrador para fundamentar con mayor certeza el intento del mismo por perpetuarse en el poder. Quienes hemos estado cerca de nombramientos de gabinete en varias ocasiones, sabemos que las perspectivas de designaciones son indescifrables, aun cuando se perfilan al término de un sexenio, mucho menos cuando faltan quince meses para que concluya. Felicito a Alicia Bárcena por su nombramiento, pero dudo que sea tan novata como para pensar que ya tiene amarrado el cargo hasta 2030.
Basta con lo que López Obrador ha hecho para confirmar las peores sospechas de algo que en mi opinión no debe mirarse a través del prisma del Maximato. Como se sabe, Calles retuvo el poder entre el asesinato de Obregón en 1928 y su destierro por Cárdenas en 1936, aunque durante el último año y medio fue perdiendo muchos de sus mecanismos de control. Lo importante, sin embargo, era que su perpetuación en la verdadera silla del águila se basó, primero que nada, en la desaparición de Obregón —al grado de que muchos obregonistas lo acusaron de matarlo—, luego en su ascendiente sobre lo que había de ejército central en esa época, enseguida de lo que quedaba de la CROM de Morones, algo de la Iglesia ya reconciliada con el régimen, y el ocupante de la Casa Mañana de Cuernavaca: el embajador norteamericano Dwight Morrow (suegro, by the way, de Charles Lindbergh). Calles no conservó un poder de masas, porque nunca lo tuvo. Ni siquiera con la creación del PNR pudo hacerse de una base popular propia, que le permitiera seguir gobernando indefinidamente. Cuando Cárdenas lo despacha a San Diego, lo hace porque al remover o rotar a los comandantes de zona nombrados por Calles y leales a él, le socavó al Jefe Máximo las fuentes de su menguado poder.
López Obrador podrá o no contar con el apoyo de las Fuerzas Armadas para seguir mandando, o incluso con la benevolencia de Washington. Pero de allí no surgen las condiciones de posibilidad de la prolongación de facto de su mandato. Provienen del poder de masas que innegablemente posee, y que aunque se estrechará al salir de Palacio y no dominar ya las palancas de los medios y el financiamiento público, no desaparecerá ni remotamente. No se trata sólo de su popularidad o nivel de aprobación; me refiero a la devoción casi religiosa que le guarda un gran número de mexicanos.
Parte de esa veneración descansa en los beneficiarios de los programas sociales; pero mucha desciende de una identificación ideológica, identitaria, generacional y de clase (aunque se trata de un pequeñoburgués de ascendencia española). No se va a disipar el 1 de octubre de 2024. Ni será tan sencillo poner en práctica eso de “ya una vez sentado(a) en la silla y colocada la banda, fulana o mengano se liberarán de AMLO como López Portillo de Echeverría, Zedillo de Salinas, etc”.
Haber impuesto desde ahora quién será el líder del Senado, de la Cámara de Diputados, el secretario de Gobernación y otros cargos por definir es algo insólito en la historia sucesoria reciente de México. Advertir que durante su último mes en Palacio enviará varias modificaciones constitucionales al Congreso, que deberá aprobarlas antes de su partida, y si no lo hace, su sucesor deberá consumar la faena, es algo que hasta para López Obrador se antoja desorbitado. No por la naturaleza ilusa de la ambición, sino por su carácter autoritario. El anuncio de que no será necesaria ninguna reforma fiscal para el sexenio entrante constituye otra faceta de la misma ambición.
Veremos en las próximas semanas y meses cómo López Obrador va colocando candidatos a gobernador, diputados, senadores y presidentes municipales. Veremos en las elecciones cómo les va. Y comprobaremos con el tiempo si algunos de los nombramientos de estos días en efecto resultan ser transexenales. Ya sabemos, sin embargo, a lo que le tira López Obrador: perpetuarse en el poder, en el programa, y en las políticas públicas. Que no vuelvan a decir que no sabían.