Al cumplirse hoy los seis meses que duró el levantamiento de las sanciones de Estados Unidos a la dictadura venezolana, Biden se vio obligado a tomar una decisión desgarradora. Huelga decir que Nicolás Maduro incumplió los acuerdos de Barbados del año pasado, en particular al prohibir dos candidaturas presidenciales opositoras: la de María Corina Machado, y la de su reemplazo pactado, Corina Yoris. Detuvo a colaboradores de la oposición y ha promulgado una ley “antifascista” que no pasa la prueba de la risa ni del llanto. Los vuelos de migrantes venezolanos deportados desde Estados Unidos cesaron en febrero, sin que se sepa bien si fue por renuencia de Caracas o por falta de “voluntarios”: nadie quiere regresar al infierno.
Pero si la supresión provisional de las sanciones no funcionó, las sanciones mismas tampoco sirvieron de nada. No derrocaron a Maduro; contribuyeron parcialmente —no se sabe en qué medida— al éxodo masivo de la población venezolana; dañaron a los habitantes más pobres del país; y al final, no fungieron como moneda de cambio en la negociación de tres bandas entre Maduro, Washington y la oposición. Ninguna opción sirve: volver a las sanciones es inútil, dejarlas en el olvido premia las mentiras y trampas de Maduro.
Algunos analistas sostienen que una alternativa improbable, pero que vale la pena intentar, radica en el cambio relativo de posición de los presidentes de Colombia y Brasil. Lula y Petro criticaron explícita y duramente la inhabilitación de Machado y Yoris, y disponen de un margen de influencia considerable sobre Maduro. Si Biden lograra convencerlos de presionar al dictador para que permita la participación de algún opositor que no fuera únicamente Manuel Rosales —candidato chavista a modo— quizás se podría revisar la reimposición de las sanciones.
El problema es que un actor fundamental en todo el drama brilla por su ausencia, en el mejor de los casos. En el peor, su actuación resulta contraproducente. Me refiero, obviamente, a México. Ni López Obrador ni la Cancillería han dicho una palabra sobre la burla infame de Maduro a la democracia venezolana, al escoger al candidato opositor que más le acomoda y prohibir a los demás. No se ha atrevido a asociarse con Lula, Petro o Gabriel Boric de Chile, en su condena a la autocracia venezolana.
Menos aún ha querido López Obrador utilizar sus carísimos, dizque buenos, oficios con La Habana —es decir, con quien manda en Caracas— para que Maduro deje de envenenar las relaciones entre su país y sus vecinos, y entre Venezuela y Estados Unidos, la Unión Europea y el resto de América Latina. Hace unos diez años un presidente latinoamericano amigo de Cuba y de gran prestigio internacional intentó convencer a Raúl Castro de incidir con Maduro para buscar una salida a la terrible crisis humanitaria en Venezuela. El dictador cubano enfureció, y la gestión fue nonata. Pero hoy Cuba no vive ni siquiera la catástrofe de entonces: literalmente se desangra, se vacía, y se muere de hambre. Una démarche mexicana con el nuevo dictador cubano, con el viejo dictador venezolano, y con Biden con miras a su reelección podría ser susceptible de prosperar.
El norteamericano lo agradecería, los cubanos verían una pequeña esperanza para salir de su hecatombe, y Maduro tal vez bajo la presión de todos acepte correr el riesgo de perder la elección si se le garantiza el famoso “puente de plata”, que para todo dictador derrotado o derrocado es un asunto de vida o muerte. La alternativa para todos consiste en no hacer nada, atestiguar el regreso de las sanciones y del éxodo venezolano —acercándose a 8 millones de expatriados— y la frustración y futilidad de Biden, la UE, Noruega y todos los demás. Convendría que López Obrador entendiera que además de reprimir e incinerar a los migrantes, hay otras castañas que le puede sacar del fuego a Biden. Más nobles y decentes, por cierto.