Desde que Calderón desató la guerra del narco en diciembre de 2006, y durante todo su sexenio, el gobierno hizo gala de capturas de capos, vivos o muertos, y de decomisos de diversas drogas. Es obvio: nunca supimos si García Luna, el Ejército o la Marina presentaban los mismos cargamentos de cocaína o de metanfetaminas repetidamente, o si quemaban los mismos paquetes varias veces. Pero se supuso que, mediáticamente, el anuncio de grandes triunfos contra los cárteles, verificados con trofeos humanos o de estupefacientes —o incluso armas— permitía generar en la opinión pública —y a partir del encuentro con Bush en Mérida en 2007, en Washington— la sensación de avance en la guerra. Supimos después cómo terminó todo eso.
Peña Nieto perseveró en la misma guerra de Calderón, pero sin reflectores. Una decisión ingeniosa, pero que no alteraba el fondo de la ecuación guerrera, ni redujo la fuerza de los cárteles o los niveles de violencia en el país. El anuncio del “decomiso más grande de la historia” de fentanilo hace un par de días en Sinaloa debe ser valorado en este contexto, y con estos antecedentes. No puedo más que compartir el escepticismo de varios analistas, destacadamente de Sergio Sarmiento y David Saucedo, citado el jueves en Reforma.
No es evidente que el decomiso de 800 o 1100 kilos de fentanilo o químicos precursores haya sido producto de un largo esfuerzo de investigación. Más bien, parece que proviene ya sea de un golpe de suerte —las autoridades perseguían a unos maleantes, y se toparon con el tesoro— o de alguna combinación de las siguientes hipótesis, varias de ellas mencionadas por los analistas citados.
Primero, a nadie sorprendería que si, como lo afirma Reforma, el acervo de fentanilo pertenecía a la facción de los “Chapitos” dentro del cártel de Sinaloa, hayan sido los “Mayitos” quienes los echaran de cabeza, dándole un pitazo al gobierno estatal o federal. O, como sugiere Saucedo, los “Chapitos” pueden haber realizado una “entrega pactada” de la tonelada y pico de fentanilo para reducir la presión del gobierno, o de Estados Unidos, sobre ellos. Ya habían colgado mantas hace tiempo advirtiendo que no iban a seguir produciendo fentanilo en Culiacán: son perfectamente capaces de jugar en las ligas mayores. O, como se entendería muy bien en vista de la guerra civil que se abatió sobre Sinaloa un par de meses después de la extracción del Mayo Zambada, es posible que en la “neblina de la guerra” alguien más (¿Rocha?) haya buscado quedar bien con un bando u otro, o con el gobierno federal o con Harfuch en particular, para obtener beneficios posteriores.
El acierto del gobierno de Claudia Sheinbaum no consistiría entonces en haber, al cabo de un largo trabajo de inteligencia desde el sexenio pasado, logrado detectar los millones de pastillas de fentanilo, sino en presentar el hallazgo como emanado de su propio esfuerzo. Mostraron mayor agilidad mediática que otros, antes. Conviene, sin embargo, comprender que una cosa es engañar a la prensa mexicana o a la comentocracia nacional, o al empresariado, y otra a Estados Unidos. Es lógico que se busque la explicación del suceso en un supuesto intento de Sheinbaum de mostrarle a los norteamericanos que le está echando ganitas al asunto del fentanilo. Que se la crean, o peor aún, que Sheinbaum crea una versión de esa índole, es harina de otro costal. A estas alturas, todo es posible, incluyendo la clásica maña del colaborador de presentarle al jefe una visión color de rosa de lo que acontece en el ámbito de su responsabilidad. No tiene nada de malo tratar de manipular a los medios en México; lo malo es creerse sus propios inventos. Sale caro.