Un nuevo Consejo Empresarial

Ahora la presidencia creó un nuevo consejo empresarial para fomentar la inversión privada en México. Con algunas excepciones, se trata del mismo grupo de empresarios que creó hace un año, encabezado por Altagracia Gómez, para impulsar el llamado Plan México. Blanca Treviño no aparece en el nuevo; otras mujeres tampoco. No figuran Armando Garza Sada, ni Eduardo Tricio o Antonio del Valle. Incluye a varios integrantes del Consejo Asesor Empresarial fundado por López Obrador en noviembre de 2018, y otros que no, como Miguel Alemán o Ricardo Salinas Pliego. Se puede suponer que este nuevo conjunto tendrá éxito en lo que sus pares anteriores no lograron: elevar de manera significativa el porcentaje del PIB dedicado cada año a la inversión por parte del capital privado mexicano.

Parece que una de las razones de la formación del nuevo ensamble radica en los diferendos y rivalidades en el círculo gubernamental encargado de atender o representar al empresariado. Francisco Cervantes ya se va, pero se dice que quiere chamba; José Medina Mora llega a la presidencia del Consejo Coordinador Empresarial con una actitud menos sumisa que su predecesor; Altagracia se ha desgastado sin resultados notables; Ebrard busca siempre abarcar todo. Pero más allá de lo personal, la nueva iniciativa –que probablemente celebrará una que otra reunión de vez en cuando, hasta que se desvanezca– responde por parte del gobierno a una imperiosa necesidad, y por parte del capital, a una desgarradora disyuntiva.

La necesidad para la presidencia consiste en que la economía crezca, y no crece. Sheinbaum sabe que las cifras de inversión extranjera son más aspiracionales y manipuladas que reales; que el presupuesto no da para aumentar la inversión pública; y que sólo la inversión privada mexicana puede cuadrar el círculo. Pero a estas alturas también se debe haber percatado que las comidas, las sonrisas y la “buena vibra”, emanadas todas de sus encuentros en Palacio, no se traducen en resultados tangibles.

Agrego un dato anecdótico a los que ofrecí unas semanas atrás. Hace poco tiempo un exfuncionario del alto sector financiero desayunó con la mitad del Grupo de los Diez en Monterrey. Les preguntó qué porcentaje de sus nuevas inversiones corresponderían a 80 % afuera o adentro, y dónde se ubicaría el otro 20 %. Todos respondieron que 80 % fuera, 20 % en México. No sé si una nueva agrupación de negocios pueda cambiar estas proporciones, ni si los magnates le dicen la verdad a Sheinbaum: en las condiciones actuales, van a seguir invirtiendo poco en México.

Lo cual conduce al dilema de los empresarios. Desde el arranque de la 4T hace ya siete años, el capital se ha enfrentado a una disyuntiva compleja. Por un lado, divergen de manera radical de las políticas macroeconómicas de los sucesivos gobiernos; discrepan de la retórica extremista a la que recurren; desconfían de las reformas que impulsan; resienten los abusos o francas extorsiones fiscales a las que algunos se han visto sometidos; y le guardan escaso respeto a la mayoría de colaboradores de ambos presidentes. Todo ello, en privado, desde luego.

Pero, por otro lado, se muestran renuentes a confrontar al régimen, y ello por varias razones. En primer término, a muchas de sus empresas les ha ido muy bien en lo individual durante estos siete años. No guardan motivos de rencor en el ámbito estricto de sus negocios, salvo en lo fiscal. En segundo lugar, como se ha demostrado desde hace decenios, muchos son concesionarios que dependen de la buena fe gubernamental para subsistir, aunque el costo colectivo para las autoridades de retirar todas las concesiones en México resultaría imposible de pagar. Pero se sienten vulnerables.

Una tercera razón reside en la tradicional aversión mexicana al conflicto, y en la predilección empresarial en evitar el enfrentamiento. En ocasiones –con Echeverría, casi todo el sexenio, con López Portillo al final del suyo– partes importantes del patronato se rebelaron contra Los Pinos, impulsando incluso campañas de desprestigio y calumnias personales indignantes. Pero no es la costumbre. Al contrario, las personas de negocios en México prefieren llevar la fiesta en paz, casi por principio.

¿Qué hacer? diría Lenin. Manifestar en privado los desacuerdos empresariales con la reforma judicial, la del amparo, la electoral, la de aguas, la de la industria eléctrica de antes, etc., no surte ningún efecto. Hacerlo en público puede incidir un poco en el desenlace de los proyectos de reforma, pero posiblemente a un costo exorbitante para quienes incurran en este tipo de tomas de posición. Apoyar a la oposición, a las voces críticas, a las organizaciones de la sociedad civil contestarias es útil, pero peligroso con un régimen cada vez más autoritario. Por eso la disyuntiva se antoja desgarradora, y por eso el resultado suele ser la parálisis.

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