Jorge G. Castañeda
En 1985 una emergente sociedad civil de la capital de la república salió a la calle después del temblor, se apoderó de ella, y empezó a llenar los vacíos dejados por las autoridades. Una sociedad menos incrédula, menos organizada y con menos coraje contra el gobierno que hoy
–aunque el 85 seguía presente en la memoria de todos– comenzó a organizarse. La solidaridad constituyó quizá la consecuencia más inmediata y entrañable del movimiento social que despertó el sismo, pero ni la más duradera ni la más significativa. Fue, de manera inevitable, efímera, localizada y más noble que eficaz.
Tres años más tarde, una parte de ese movimiento, desde Súper Barrio hasta Monsiváis, se incorporaron o condujeron el proceso que desembocaría en la campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas. Se sumó también a esa dinámica un sector importante de la movilización estudiantil de 1987. Sabemos que Cárdenas no fue presidente, pero también que le metió un susto del demonio al sistema y que el muy lento tránsito hacia la democracia representativa en México vivió en ese año uno de sus momentos decisivos.
Este 19 de septiembre, además del terremoto, surgieron otras semejanzas con el 85. Las autoridades respondieron con mayor eficacia, celeridad y valor, sin duda, pero el escepticismo de la gente frente a todo lo oficial llevó a una nueva versión de la solidaridad de entonces: los jóvenes en particular buscando hacerse cargo de muchos asuntos, con o sin la autoridad. Una sociedad civil más organizada
–aunque no tanto–, más pujante, más politizada se volcó a la calle y a los centros de acopio con enorme generosidad y sentido de la inmediatez. Al igual que en 1985, a pesar del temblor de dos semanas antes en Oaxaca y Chiapas, y de los efectos brutales del segundo sismo en Morelos en particular, se trató de un fenómeno capitalino, pero que a través de los medios –como entonces– o de las redes sociales ahora, se ‘nacionalizó’.
La gran pregunta yace en las consecuencias políticas y electorales del mayor acontecimiento en afectar a la Ciudad de México desde el plantón de Reforma de 2006. Los partidos, las personalidades y buena parte de la comentocracia dirán que no es el momento de pensar en eso, pero piensan en eso. Los activistas, los incipientes liderazgos dirán, con toda razón, que no se debe politizar la solidaridad, pero la politizan. Innumerables organizaciones ciudadanas exigen la canalización de los recursos entregados a los partidos para la reconstrucción, con algo de razón, pero claramente imponiéndole un sello antipartidocracia a su hartazgo. Por todos estos motivos, no conviene asustarse con discutir, analizar y extraer conclusiones políticas y electorales del trágico suceso del martes. Los que mandan –porque ese es el sistema político que hemos construido– pueden responder con sensibilidad al reclamo ciudadano de los escombros y centros de acopio, o con soberbia.
Si saben leer el sentir popular –insisto: de la CDMX por ahora, pero con repercusiones nacionales– decidirán ciudadanizar o ‘despartidizar’ al máximo su camino hacia 2018 y su trabajo de campaña. Si aprovechan la ineluctable marea baja de la solidaridad de los próximas semanas para volver a ejercer el poder que efectivamente poseen, para sus propios fines –perfectamente legítimos y profundamente desacreditados– pagarán las consecuencias el año entrante, como las pagó el PRI en 1988. El partido, o la coalición, que entienda mejor esto, y actúe en consecuencia, arrancará la campaña con una ventaja insuperable.