Existen muchos motivos para festejar la marcha de ayer, y la mayoría ya han sido expuestos por sus participantes y otros comentaristas. Desde la distancia, y por lo tanto reducido a ser un frío y cínico espectador, quisiera concentrarme en un aspecto, que no es necesariamente el más emotivo, pero quizás el de mayor impacto duradero.
El PRI estuvo en la marcha. No todo el PRI, no todos sus diputados, senadores y gobernadores, pero muchos de sus dirigentes. Portaron letreros o pancartas, corearon consignas, se codearon con cientos de miles de manifestantes en toda la República. En una palabra, se comprometieron a rechazar la reforma electoral de López Obrador, que destruiría al INE, y a defender a este último, por lo menos por ahora. Los votantes en el Estado de México, por ejemplo, les podrían cobrar muy cara su traición, en caso de producirse.
Esto significa, en los hechos, votar en contra de la reforma en el Congreso, y desistir de entrar en la dinámica de la negociación con el gobierno. Implica renunciar a cambalachear capítulos “buenos” por capítulos “malos”, y ceder en algunos puntos para conseguir otros. Obliga a volver a la moratoria constitucional, que nunca debieron abandonar, y resistir a las amenazas, extorsiones y chantajes que les dirigen Gobernación y Palacio Nacional. No para sacrificarse y caer en la cárcel, pero sí para encontrar la manera de permanecer en libertad sin someterse. Hay cómo.
Al despojar a López Obrador de la mayoría necesaria para modificaciones constitucionales, el PRI lo obligaría a sólo recortar los recursos del INE para 2024 (ya lo hizo para 2023), y a sustituir a los cuatro consejeros salientes, ya sea a través de la insaculación cargada, ya sea al dejar únicamente a siete consejeros más bien afines en sus cargos. Habría que lamentarlo, pero se trata de una captura parcial y efímera, que no alcanzaría para los fines que AMLO parece perseguir.
Ya se ha dicho repetidamente. Los fines para 2024 consisten en asegurar la reversión de una victoria exigua de la oposición, si sucediera. Es el manual de Trump y de Bolsonaro, o en realidad, el de López Obrador en Tabasco y en 2006. Sólo que en esta ocasión lo haría desde el poder, no contra el poder. Las semejanzas con el caso brasileño de hace un par de semanas son notables. Bolsonaro denunció el fraude antes de las elecciones, descalificó a la autoridad y al sistema electorales, y buscó involucrar al Ejército, del cual formó parte y al cual incorporó masivamente a su gobierno (en más de 6000 cargos). Los militares se negaron a rendir un informe contradiciendo el resultado electoral. Y cuando miles de brasileños partidarios de Bolsonaro se presentaron a las puertas de los cuarteles exigiendo un golpe de Estado, las Fuerzas Armadas declinaron rotundamente. Estoy seguro que las mexicanas procederían de igual manera, pero la tentación para López Obrador de instigarlas no se antoja despreciable. Mejor capturar al INE y evitar esa posible derrota.
Y, en efecto, es posible. Después de la marcha, el PRI puede envalentonarse. Al votar en contra de la reforma, se puede recomponer la alianza con el PAN y el PRD, tornando factible un triunfo en el Estado de México. Dicho resultado, de gestarse, permitiría reconstruir la alianza para la Presidencia, las gubernaturas y el Congreso para 2024 —y, en una de esas, ganar. Lo cual López Obrador no está dispuesto a permitir, bajo ninguna condición. Por eso importa tanto el éxito de la marcha, y por eso se encuentran tan ardidos los morenistas.