Las peripecias de Pedro Castillo en Perú, y el triste pero previsible desenlace, motivan varias reflexiones a bote pronto, a reserva de confirmar algunos de los datos en los que descansan más adelante. En primer lugar, todo sugiere que lo que ha acontecido en el Perú desde que llegó Castillo a la Presidencia alimenta la narrativa prepotente y soberbia de muchas de las élites latinoamericanas, y en particular de la peruana, de que la gente sin educación, sin experiencias, sin mundo, que no pertenece a la clase política, no está capacitada para gobernar. Esa es una simple falacia.
Si se quiere un ejemplo, el mejor es el de Lula en Brasil que, a pesar de los errores que sin duda cometió y que cometerá, fue un presidente competente, profesional y, en buena medida, exitoso durante sus dos primeros mandatos. El problema es que Castillo no estaba capacitado para ser presidente, pero no por esos atributos que se le asignan, sino simplemente porque no era el indicado y llegó de alguna manera “de chiripa” al Palacio de Gobierno de Lima. Pero se sienta un pésimo precedente de que alguien como Castillo sea catalogado como un desastre por ser quien era; un poco lo que sucedió con Dilma Rousseff, presidenta catastrófica, cuya gestión, en alguna medida, repercutió sobre las perspectivas de otras mujeres aspirantes en Brasil.
En segundo lugar, hay un problema con la izquierda en América Latina, por lo menos desde Salvador Allende y hasta Castillo. Llegar a la Presidencia con un programa ambicioso de izquierda, en un sistema de dos vueltas electorales, y obtener 18 % como Castillo o 36 % como Allende en la primera vuelta, o Boric con 27 % ahora en Chile, e insistir en la aplicación de un programa como si hubiera obtenido sólo el resultado de la segunda vuelta, es un despropósito. No porque dicho programa no sea legítimo, o justo, o democráticamente presentado, sino, sobre todo, porque no existe la posibilidad de ponerlo en práctica con ese tipo de resultados. Es un defecto, ciertamente, de la segunda vuelta, aunque siempre he sostenido y sigo creyendo que ese defecto debe pesar menos que las ventajas enormes que las dos vueltas le asignan a un sistema presidencial como el que impera en prácticamente toda América Latina.
En tercer lugar, la caída de Castillo y las reacciones inmediatas surgidas de las distintas capitales latinoamericanas muestran que la heterogeneidad de los gobiernos progresistas en la región es tal y como ha sido descrita por muchos autores, incluyendo al que escribe. Aparentemente, Gustavo Petro de Colombia y López Obrador en México se están solidarizando con Castillo, olvidando que trató de dar un golpe de Estado y sólo está preso porque fracasó. De haber logrado su cometido habría disuelto el Congreso, establecido un toque de queda, suspendido las garantías y llamado a una Constituyente ilegalmente.
Lula —aún presidente electo—, Boric, y Alberto Fernández en Argentina parecen más bien haber aceptado que Castillo cayó constitucionalmente, que el orden constitucional está intacto en Perú y se ha respetado hasta ahora, y que no conviene solidarizarse con un golpista, sobre todo si también varios se han referido a la destitución o impeachment de Dilma Rousseff en Brasil hace unos años como un golpe. Aún no está clara la posición de las tres dictaduras —Cuba, Nicaragua y Venezuela—, pero probablemente se solidarizarán también con Castillo, igual que López Obrador y Petro. No hay una visión unificada, prácticamente de nada, entre los gobiernos dizque de izquierda de América Latina, ya en funciones o por llegar a ellas pronto.
Sería interesante saber si algún gobierno piensa convocar al Consejo Permanente de la OEA, a la Celac, o a la Alianza del Pacífico, para tomar una posición común sobre los acontecimientos peruanos. Probablemente no. Brasil por ahora no puede, Argentina y Colombia tienen puntos de vista distintos, y López Obrador no entiende. Pero sí va a ser necesaria una definición sobre todo esto. O lo de Castillo fue un intento fallido de golpe que después fue castigado o rechazado por las instituciones y los poderes fácticos del Perú; o fue una destitución legal, porque el Congreso sí votó su salida, pero en condiciones fabricadas por las élites limeñas desde hace más de un año. No es lo mismo una hipótesis que la otra. Ojalá pronto se disponga de una mayor información para poder formarnos una idea de lo que realmente sucedió ayer en Perú.