Ha surgido desde ayer una interesante discusión en redes y en los medios sobre la doble decisión de la UNAM a propósito del caso patético de la ministra Yasmín Esquivel. Doble decisión: por un lado, la FES Aragón claramente afirma que la ministra, en esa época alumna de la ENEP Aragón, plagió en 1987 la tesis de Edgar Báez, alumno de la Facultad de Derecho de la UNAM, que fue redactada y presentada en 1986. Por el otro, la Rectoría de la Universidad concede que en la normatividad actual de la UNAM no existe la posibilidad de retirarle el título a la ministra. Remite la Rectoría a un documento del abogado general de la UNAM, escrito en la infame, impresentable e ilegible jerga leguleya, legalista, de abogados de barandilla, que supuestamente explica en un idioma incomprensible por qué no se le puede quitar el título a Yasmín Esquivel.
Algunos amigos, egresados o profesores de la UNAM, dan por buenas las razones del abogado general, y se resignan ante esta imposibilidad. Un muy pequeño número entre ellos todavía alberga la esperanza de que, a través de la anulación de la cédula profesional de Esquivel por la Secretaría de Educación Pública, podría perder su título y, por tanto, dejar de ser ministra de la Suprema Corte. Son pocos. La mayoría obviamente piensa que una Secretaría de Educación en manos de la persona que hoy ocupa el escritorio de Vasconcelos no va a atreverse jamás a semejante medida.
Otros, incluyendo de alguna manera al periódico Reforma a través de Templo Mayor, pensamos que esta es una claudicación del rector Graue. Los abogados sirven para lo que sirven: encontrar la solución jurídica para poner en práctica una decisión política. Jurídica, correcta, legal, lo menos retorcida posible, pero al final la que resulte de la decisión política que toma una empresa, un gobierno, una institución, una universidad. No soy abogado, pero conozco bien a la Universidad, donde di clases durante un cuarto de siglo, a muchos rectores, y a algunos abogados generales. No tengo la menor duda de que si el rector Graue le hubiera pedido al abogado general que encontrara la manera de retirarle el título a la ministra, dentro de la normatividad universitaria y sin exponerse en exceso a un cuestionamiento legal, lo habría podido hacer. En esto coincido con la ardida estridencia de López Obrador.
Mi impresión es que se trata de una solución salomónica de parte de Rectoría, como la de la Biblia: cortar al bebé a la mitad y darle a cada una de las supuestas madres una de las mitades. En otras palabras, quedar bien con todos aquellos que quieren que el plagio de Esquivel reciba un auténtico castigo y no sólo una merma reputacional, pero al mismo tiempo no enredarse en un enfrentamiento con López Obrador en un año de sucesión de Rectoría en Ciudad Universitaria. Entiendo la lógica política de esta decisión. Entiendo también que algunos piensan que esto puede dañar la reputación de la UNAM. Por mi parte, pienso que está tan dañada desde hace tantos años, que ya una pizca más de descrédito poco puede afectarla.
El asunto aquí es muy sencillo. Esquivel ha dicho —no en la carta aparentemente apócrifa o fake que circuló en redes ayer y que es inverosímil y escalofriante— que no va a renunciar. O la UNAM logra su despido al retirarle el título; o los otros ministros la presionan a tal grado que no le quedaría más remedio que renunciar; o el intento del grupo independiente del Senado, y en particular de Germán Martínez, por algún milagro prospera y se procede a un juicio político. Veo muy difícil que cualquiera de estas tres opciones se concretice. Me encantaría equivocarme. Ya le aposté a uno de mis colegas de La Hora de Opinar que Esquivel sobrevivirá, o no caerá. Mantengo la apuesta, pero junto con una pequeña dosis de esperanza o de ilusión de que termine por imponerse la sensatez de unos o de otros.