Los últimos desplantes autoritarios del gobierno, más allá de la discusión sobre su legalidad o ausencia de la misma, pueden analizarse desde varios ángulos. Quisiera concentrarme en uno: la idea de acabar a como dé lugar los megaproyectos o elefantes blancos del sexenio, y blindarlos a futuro para que no puedan ser clausurados, vendidos o abandonados por otros sexenios.
La ocupación temporal, o expropiación, o retiro de parte de la concesión a Grupo México de la vía férrea de Coatzacoalcos a Medias Aguas puede tener muchas explicaciones. Entre ellas, una logística, otra económica, otra jurídica; todas pueden ser atendidas y el litigio entre López Obrador y Larrea puede dirimirse en los próximos días, desembocando en un acuerdo aceptado por ambas partes. Pero como lo dijo el propio López Obrador, el hecho de poner el tramo en cuestión en manos de una empresa perteneciente a la Marina tiene una motivación evidente: impedir la privatización a futuro del corredor transístmico, en cualquiera de sus distintos aspectos.
Para este gobierno la lógica del corredor transístmico, de la refinería de Dos Bocas, del aeropuerto de Santa Lucía, y del Tren Maya, por lo menos, no es que el Estado invierta en proyectos de infraestructura que quizás no son costeables para el sector privado pero que son necesarios para el país, pero que una vez construidos pueden pasar a manos privadas porque ya son rentables, tomando en cuenta que la inversión inicial no la hizo un particular.
Ese no es el esquema de López Obrador; en su lógica, todos estos proyectos y muchos más deben permanecer en manos estatales porque es preferible para todo el mundo que así sea. Hay un mérito mayor, una ventaja superior, una calidad especial en las empresas o los proyectos estatales que jamás pueden equipararse a los de obras, empresas o proyectos privados. El pleito en el Istmo no es únicamente de dinero, ni de derecho de paso, ni de pugnas por mostrar quién manda, es por asegurar la permanencia en manos estatales del proyecto en cuestión. Obviamente también hay un factor de prisa. Es evidente que todos los proyectos de López Obrador van retrasados y está obsesionado con remover los obstáculos que puedan dificultar o imposibilitar la terminación de las obras en las fechas previstas.
Lo mismo sucede con la decisión de la Corte sobre la controversia de constitucionalidad presentada por el Inai a propósito de la reserva de la información del AIFA, Dos Bocas, el Tren Maya y el transístmico por motivos de seguridad nacional e interés público, y del nuevo decreto publicado por López Obrador en respuesta al fallo de la Corte en el sentido de que la ley anterior era, en efecto, inconstitucional. De lo que se trata es, en primer lugar, de acelerar el paso, que terminen con todo esto a tiempo, cosa que no es evidente. Pero, en segundo lugar, se trata de que todos los motivos posibles de una hipotética privatización a futuro, o del cierre, o el abandono de un proyecto en el futuro no puedan ser consultados por la opinión pública, por los medios, por la oposición. No es que si no hay datos no hay privatización. Pero la privatización es más difícil cuando hay datos.
Todos los gobiernos, tanto en México como en el mundo entero, buscan cómo anclar, blindar, amarrar sus principales obras y programas como parte de su legado a futuro. Algunos lo hacen cambiando la Constitución, otros recurriendo a instrumentos constitucionales —OTAN, Unión Europea, TLCAN, etcétera—. Algunos tratan incluso de crear una mística a propósito de un proyecto, una empresa o una obra en particular: es claramente el caso de Pemex desde la época de Lázaro Cárdenas. No se podía privatizar la empresa petrolera del país porque todos los mexicanos crecimos con la imagen del charrito Pemex en todas las gasolineras de México.
La diferencia con lo que está tratando de hacer López Obrador es que, en teoría, todo eso se puede cambiar a futuro si así lo decide una mayoría de los ciudadanos, por vías jurídicas. Se trata en cada caso de leyes que se pueden luego modificar. De hecho, así ha sucedido, por ejemplo, con la nacionalización de la banca por López Portillo en 1982. Lo que López Obrador está tratando de hacer ahora es amarrar todo, no tanto por la vía jurídica sino al colocar la mayor parte posible de sus obras y proyectos en manos de las Fuerzas Armadas, apostando a que nadie va a atreverse a tratar de arrebatarle a las mismas fuentes de ingresos importantes como podrían ser estos proyectos.
Podemos dudar de si, en efecto, se trata de fuentes de ingresos. También podemos sospechar que el Ejército y la Marina no están encantados con todos los proyectos que les han encargado. Y a la larga tampoco es imposible que llegue un presidente un día con un mandato tan amplio como el de López Obrador y, en efecto, se proponga disminuir enormemente el papel de Sedena y Semar en la economía mexicana. Pero, por lo pronto, el sexenio que viene va a resultar enormemente difícil cambiar cualquiera de estas cosas, aunque la población decidiera lo contrario en las elecciones de 2024. De alguna manera lo que se está haciendo es volver irrelevantes, en estos aspectos por lo menos, los comicios del 2024. Gane quien gane, el corredor Transístmico, el AIFA, el Tren Maya, el aeropuerto de Tulum, etcétera, estarán en manos del Ejército.