Siempre he pensado que la marca sobresaliente de este gobierno es la incompetencia. Podríamos encontrar muchas más: el autoritarismo, la ideología trasnochada de los años setenta, el provincialismo exacerbado, la apelación constante a los peores sentimientos y atributos, que al igual que todos los pueblos, el mexicano también los tiene. Pero no, es la ineptitud. Afortunadamente. Esto significa que algunas de las peores barbaridades que se les han ocurrido, y no me refiero a la megafarmacia más grande del mundo mundial que quiere ahora López Obrador, sino a una serie de otras ocurrencia o estupideces que se han propuesto pero que por simple impericia no han podido consumar.
Es el caso de los nuevos libros de texto. Vienen trabajando en ellos desde el primer año del sexenio y de alguna manera tienen razón. Es cierto que desde el sexenio de López Mateos, y en particular en los de Echeverría y de Salinas, se hizo un esfuerzo también por modificar los libros de texto anteriores para imbuirlos del contenido ideológico o factual de cada uno de esos sexenios. Y es cierto que toda propuesta transformadora de la sociedad —subrayo propuesta porque en la 4T no hay transformación— existe siempre un empeño por modificar las mentes, o las conciencias, o los corazones de los ciudadanos. Y los ciudadanos más importantes son obviamente los niños, porque son los que garantizan que a largo plazo las convicciones, las certezas, las mentiras, las falacias de cualquier régimen se perpetúen o en su caso se transmitan de sexenio en sexenio el tiempo de las ilusiones.
Cambiar los libros de texto del sexenio anterior, con los cambios que incluyó en ellos la reforma educativa de Peña Nieto, era casi inevitable e indispensable para López Obrador. Y, como es lógico, designó en espacios claves de la Secretaría de Educación Pública a quienes podían llevar a cabo esa modificación de los libros de texto. Se trata de gente con creencias, con una ideología muy acendrada, arraigada y de convicciones absolutas: es el marxismo en versiones más o menos modernas de los años setenta, es Paulo Freire, es Chantal Mouffe, es Ernesto Laclau. Todo esto, desde luego, traducido no a la facultad de filosofía de las universidades públicas, sino más bien en la labor de quienes redactaron los libros de texto de primaria, y de los manuales o guías para profesores que utilizarán dichos libros para compartir sus contenidos con los niños.
Se tardaron cinco años en hacerlo, afortunadamente. De tal suerte que sólo se utilizarán en este ciclo escolar, y en su caso el siguiente, si es que no se logra echar para atrás todo el esfuerzo. Cuando mucho, entonces, durarán dos ciclos, ya que gane la oposición o gane Morena, es altamente probable que un esquema tan radical, tan estridente, tan explícito, no sobreviva a la presencia en la SEP de los adeptos de estas creencias, y de los colaboradores cercanos de quien realmente tutela todo el esquema de libros de texto, de educación y de historia: ya saben quién (no me refiero a López Obrador).
No es necesario caer en el anticomunismo primario de algunos sectores, desde la Unión Nacional de Padres de Familia hasta TV Azteca, para estar en completo desacuerdo con muchos de los principios —si no es que con todos— de los cuales están imbuidos los nuevos libros de texto. López Obrador sí se pasa al acusar a los críticos de no haberlos leído cuando no están disponibles para ser leídos justamente. Hay una crítica a los libros que es de procedimiento: no haber pasado por los filtros de consulta, de discusión y de revisión por distintas instancias que, en principio, se encuentras estipuladas en la normatividad, incluyendo la constitucional. Pero la crítica fundamental no debe ser de tipo procesal sino del contenido, y en particular de tres puntos que a mí me parecen centrales, sin ser desde luego una autoridad en la materia, salvo por el hecho de que he sido profesor universitario desde hace casi medio siglo.
Centrar todo en la comunidad es una barbaridad, no porque la comunidad no sea importante sino porque lo comunitario en muchos países se vuelve rápidamente en lo identitario, mientras que, en efecto, el individualismo —característica absolutamente primordial del ser nacional mexicano— no sólo es consonante con el tipo de economía que tenemos en México, con el tipo de acuerdos internacionales que tiene México, con el tipo de régimen político que tiene México sino que lo opuesto, a saber, lo colectivo, lo comunitario, lo socializado, pertenece a sistemas que han fracasado en el mundo entero por buenas o malas razones. A menos de que se comparta la visión del presidente colombiano Gustavo Petro de que la caída del muro de Berlín significó una derrota terrible del movimiento obrero mundial, esas nociones de las cuales están plenamente contaminados los libros de texto, pertenecen a otra época, a otro sistema. Se puede estar a favor de ese sistema, pero no existe en México.
Segunda crítica: la equivalencia de todos los saberes. Los saberes comunitarios, los ancestrales, los religiosos, los originarios, son iguales a los saberes de la llamada ciencia neoliberal, de las matemáticas, de la biología, de la física y de la química. En algunas mentes trasnochadas en efecto son equivalentes, es la misma equivalencia que en Estados Unidos establecen los que sostienen la igualdad de legitimidad del evolucionismo darwiniano y de la teoría del diseño inteligente, es decir, el hecho de que hay un ser supremo, inteligente, que diseñó todo lo que existe en la tierra porque no es posible que algo tan perfecto, tan extraordinario, haya podido emerger de manera espontánea o careciendo de ese diseño inteligente. En los estados más retrógradas de la Unión Americana se ha buscado siempre establecer la paridad, la igualdad, la identidad de estas dos formas de saber. Ninguna persona civilizada en Estados Unidos sostiene eso, y ninguna persona civilizada en México debe sostener la versión tropicalizada de esta aberración norteamericana.
Por último, la tercera crítica es la de la transformación de la sociedad. En efecto, es perfectamente lógico decir que la educación deber servir para transformar la sociedad, a condición de que se quiera transformarla. No me queda claro que en México se haya votado por la transformación de la sociedad; se votó por López Obrador, y por una enorme confusión mental del tipo de cambios que quiere imponerle al país. Yo no veo ninguna voluntad revolucionaria en esta sociedad que busque transformarla, más bien, la enorme mayoría de los mexicanos acepta los paradigmas fundamentales de esta sociedad: economía de mercado, globalización, régimen de democracia representativa, respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales. Si eso es lo que se quiere transformar, sería bueno saber ¿para lograr qué?, ¿cuál es el destino de la transformación que se quiere? Por todas estas razones, este es uno de los combates más decisivos de este sexenio, y uno en el cual la 4T puede naufragar.