Como era previsible, la oposición en México sigue más o menos pasmada, tanto por la magnitud de su derrota electoral en 2024, como por la avalancha de reformas constitucionales y leyes secundarias que el gobierno ha enviado al Congreso. Si incluimos al PRI, PAN y MC en la categoría opositora, el PRI se ve envuelto en los escándalos de Alito y sus divisiones internas; el PAN se halla inmerso en un doloroso proceso de autocrítica y renovación; y Movimiento Ciudadano padece los inevitables estragos de la transición de una dirección a otra y de las dificultades de definición frente al régimen (ver las complicaciones ante la votación sobre el Infonavit). Nada de esto debe extrañar a nadie, pero refuerza la idea de que el éxito o fracaso de la 4T por imponer un nuevo régimen autoritario y de extrema concentración del poder dependerá más de la realidad económica, social e internacional, y de las divisiones internas de Morena que de la resistencia opositora.
De la realidad ya hemos hablado, y cada día surgen nuevas dudas sobre el desempeño económico de la primera mitad del sexenio, y de las implicaciones fiscales para la política social, es decir, los programas sociales del gobierno (de educación y salud mejor ni hablamos, como el albañil). Prácticamente no habrá crecimiento en 2025 y 2026, y las restricciones fiscales para el año de las elecciones intermedias no permitirán mayores derroches, como en 2024. Pero apenas se empieza a analizar y entrever el surgimiento de fracturas dentro de Morena o, para hablar en términos más amplios, de todo el ámbito lopezobradorista.
La división propia de toda sucesión presidencial ya se entreabre. Abundan los tiradores —Ebrard, Adán Augusto, Monreal, Brugada, López Beltrán, Alcalde, Fernández Noroña, García Harfuch—, más los que vayan apareciendo en el camino. Proliferan también sus padrinos: AMLO, Sheinbaum, el empresariado, la izquierda radical de Morena, algunos gobernadores impacientes. Cada aspirante carga en sus alforjas, como debe ser, a diputados y senadores partidarios, medios, recursos, y aliados nacionales y extranjeros. Todos los precandidatos niegan su interés por 2030, y muchos sólo piensan en ello —y en cómo ir descarrilando a los rivales. Aparecen teorías retorcidas pero nada absurdas: que la presidenta rompa con López Obrador a través de un quinazo o raulazo; habría varios postulantes potenciales, empezando, justamente, por el hermano putativo de López Obrador, a saber, el líder del Senado. Todo esto es normal, y si alguien detecta alguna semejanza con el viejo rito sucesorio del PRI entre 1940 y el año 2000, acierta plenamente. Volvemos a La herencia o a los tapados de Abel Quezada.
La mayoría de los presidentes priistas pudo controlar las fuerzas centrífugas del mecanismo sucesorio dinástico, pero varios se llevaron buenos sustos: Cárdenas en 1940, Díaz Ordaz en 1970, De la Madrid en 1988, Zedillo en 2000, sin hablar de los colapsos económicos o financieros de 1976, de 1982, de 1987 y de 1994-95. López Obrador condujo la sucesión a buen puerto, doblegando a los perdedores e imponiéndole a Sheinbaum su colocación en cargos de primera línea. Pero no está dicho que ella podrá hacer lo mismo.
Ahora bien, a estas divisiones predecibles y obligadas dentro de la 4T, se comienzan a sumar otras de tipo ideológico, burocrático, administrativo y estrictamente político. La más interesante es precisamente esta última, porque afecta un vicio de origen de Morena y no tiene mucho remedio. El detonante ha sido la campaña de afiliación llevada a cabo por López Beltrán, que puso de relieve la presencia dentro del partido de su padre a personajes impresentables para muchos puros y duros de ese universo.
Desde dirigentes políticos en las Cámaras hasta comentócratas de la 4T como Zepeda Patterson han cuestionado la llegada de expriistas indecentes como los Yunes o Alejandro Murat, pero también de figuras de escasa buena fama pública, como Cuauhtémoc Blanco, Rutilio Escandón o Rubén Rocha. No se trata de un cisma por divergencias de teoría política, o de estrategia de gobierno, sino esencialmente de desacuerdos sobre un tema toral para Morena: la corrupción. No es nuevo el dilema: allí estaban Bartlett, Pío, Esquer y otros en el sexenio anterior, pero parece que esta vez, por una razón u otra, la sangre empieza a llegar al río.
La mancha de la corrupción es imborrable en México. Lo comprobaron, para su desgracia, varios presidentes anteriores, y un sinnúmero de políticos de antaño. No importa si las acusaciones poseen fundamento o no: son indelebles. Sheinbaum tiene que cargar con el lastre que le dejó López Obrador en esta materia, y no va a poder deshacerse de dicho lastre fácilmente. A ver quién le ayuda.